Hay algo agotador en pasar tiempo con gente y sentir que, de alguna forma, estuviste actuando. No mintiendo, sino sosteniendo una versión “agradable”, “correcta” o “fácil de llevar” de ti misma. Llegas a casa, te quitas los zapatos, suspiras… y sientes un alivio extraño, como si te hubieras sacado una máscara invisible.
Y entonces te preguntas: ¿por qué no puedo ser yo desde el principio?
No es que estés fingiendo. Es más bien que ajustas el volumen de tu personalidad según el contexto: bajas el entusiasmo para no parecer intensa, o exageras tu simpatía para evitar silencios incómodos. Y aunque todas lo hacemos un poco —porque vivir en sociedad implica adaptarse—, cuando esa “versión editada” se vuelve tu modo principal, puede empezar a pesar.
Primero, una aclaración importante: ser reservada no está mal. Hay mujeres que disfrutan mantener su vida privada sin necesidad de contarlo todo. Eso no es esconderse: es tener límites sanos.
Pero hay otra cosa distinta, más sutil y más cansadora, que sucede cuando empiezas a reprimir partes de ti para encajar. Tal vez te pasa que te ríes cuando algo no te causa gracia, o que dices “todo bien” cuando claramente no lo está. Tal vez evitas hablar de lo que te apasiona por miedo a que te miren raro, o te adaptas tanto a los demás que, al final del día, ya ni sabes quién eres sin su aprobación.
Ahí es donde entra en juego un fenómeno llamado masking.
El masking es una especie de disfraz social: una forma de controlar cómo los demás te perciben, especialmente si temes que tu “yo real” sea demasiado, inadecuado o raro.
Puede manifestarse de muchas formas. A veces es copiar las reacciones del grupo (“mejor me río si todas se ríen”). Otras veces es fingir calma cuando por dentro hay tormenta (“no voy a mostrar que estoy nerviosa”). Y, en muchos casos, es simplemente ajustarte tanto al entorno que desapareces un poco.
Lo curioso es que, aunque empieza como una forma de protección —para evitar rechazo o críticas—, con el tiempo puede hacerte sentir exactamente eso: rechazada, pero por ti misma.
Sí, absolutamente. Todas nos adaptamos un poco: no hablas igual con tu mejor amiga que con tu jefa, ni te comportas igual en una fiesta que en una reunión familiar. Esa flexibilidad social es parte de la madurez emocional.
La diferencia está en cuánto te pierdes en el proceso.
Si adaptarte se siente natural, está bien. Pero si después de pasar tiempo con alguien quedas drenada, con la sensación de haber interpretado un papel, eso ya es otra cosa.
Cuando estar con otras personas te exige tanta energía que necesitas horas para “volver a ti”, puede que estés usando masking sin darte cuenta.
¿Por qué lo hacemos? Las razones varían, pero casi siempre tienen que ver con miedo: al rechazo, al conflicto, a la vergüenza o al juicio.
Quizás en algún momento descubriste que mostrarte como eras traía consecuencias dolorosas. Tal vez te criticaron por ser sensible, te ridiculizaron por tu forma de pensar, o te hicieron sentir que tus emociones eran “demasiado”. Entonces aprendiste a suavizarte, a esconderte detrás de una sonrisa.
También puede tener raíces familiares o culturales. En muchos entornos se valora la calma, la simpatía o el silencio. Si creciste así, probablemente asocias mostrar tus emociones con ser problemática.
Y claro, también está la presión social de gustar. Vivimos en una época donde todo se muestra y se compara, y donde el mandato implícito es ser amable, productiva, atractiva y “fácil de digerir o de llevar”. Es lógico que, para sobrevivir en ese escenario, aprendas a maquillarte emocionalmente.
Hay algunas señales típicas que pueden ayudarte a reconocerlo:
Reconocer estas señales no es motivo de culpa. Al contrario: es el primer paso para entenderte mejor. El masking no te hace débil ni falsa; te hace humana intentando sobrevivir emocionalmente.
Y aquí viene algo importante: protegerte no está mal. A veces no es seguro ni conveniente mostrarse completamente vulnerable. Hay entornos donde abrirte puede ser contraproducente, y está bien que elijas cuidar tu intimidad.
El problema aparece cuando el disfraz se vuelve permanente. Cuando ya no sabes si actúas por elección o por miedo.
La clave no está en “quitarte la máscara de golpe”, sino en elegir cuándo y con quién mostrar tus partes reales. No todo el mundo merece acceso a tu vulnerabilidad. Pero sí mereces tener al menos algunos espacios donde puedas ser tú sin editarte: una amistad, una pareja, una terapeuta, o incluso tu propio diario.
Hacer masking constante genera fatiga emocional. Porque estar alerta todo el tiempo cansa, y porque fingir calma cuando estás ansiosa o risa cuando estás triste requiere un esfuerzo enorme.
Además, puede afectar tu autoestima. Si siempre estás adaptándote, el mensaje inconsciente que te das es: “mi versión real no alcanza”. Y esa idea, sostenida en el tiempo, duele más que cualquier crítica externa.
Por otro lado, esconderte también impide que los demás te conozcan de verdad. Puede que te quieran, sí, pero por la versión que les muestras. Y eso deja una sensación de soledad, incluso rodeada de gente.
A veces pensamos que “ser una misma” implica contar cada pensamiento o emoción. Pero la autenticidad no es exposición: es coherencia.
Ser auténtica es poder decir “esto soy yo” sin disfraz, aunque elijas mostrar solo una parte. Es actuar de acuerdo a lo que sientes y piensas, incluso si eso incomoda un poco.
También implica aceptar que vas a seguir adaptándote a distintos contextos, pero sin perderte a ti misma en el camino.
Mostrarse tal cual una es puede dar miedo. A veces creemos que si los demás vieran nuestra versión más real, se alejarían. Pero la paradoja es que lo que más atrae —en vínculos, amistades y hasta en redes sociales— no es la perfección, sino la verdad.
Así que no te castigues si te descubres usando una máscara. Todas lo hacemos. Solo que ahora lo sabes, y puedes empezar a elegir cuándo, cómo y con quién quitártela.
Y si al final del día llegas a casa, te tiras en la cama y sientes que por fin puedes respirar… ese suspiro no es debilidad. Es tu yo real pidiendo un poco de aire.