Hay algo que nunca se enseña en la escuela: cómo sobrevivir emocionalmente cuando la casa se convierte en un campo de batalla verbal. No hablamos de peleas ocasionales —esas que aparecen cuando alguien olvida sacar la basura o deja los platos sin lavar—, sino de discusiones constantes, de ese ambiente tenso que se siente incluso cuando hay silencio.
Porque sí: el silencio también puede gritar.
Aunque no participes directamente en las discusiones, el cuerpo y la mente lo sienten igual. Es como vivir en una casa donde siempre hay una tormenta en el pronóstico: incluso en los momentos de calma, estás esperando el próximo trueno.
Tu sistema nervioso no distingue si el grito va dirigido a vos o no: simplemente percibe peligro. Y cuando eso pasa todos los días, empiezas a estar en “alerta permanente”. Te cuesta dormir, te irritas con facilidad, te cuesta concentrarte o simplemente querés encerrarte en tu cuarto y desaparecer.
Vivir con tensión constante es una forma de estrés crónico. Y aunque la frase suene científica, en la práctica significa esto: estás agotado sin saber por qué. Tu cuerpo se tensa, tu estómago se aprieta, tu mente busca escapatorias (series, música, redes, o cualquier cosa que te distraiga del ruido). No estás exagerando: estar expuesto a peleas frecuentes realmente afecta el bienestar emocional.
Una de las cosas más injustas de crecer o convivir en una casa donde se discute mucho es que, de manera inconsciente, podés sentirte responsable. Tal vez pensás: “Si no hubiera dicho eso…”, “Si los ayudo, se van a calmar”, o “Tengo que mediar para que no se lastimen”.
Pero no: no te corresponde resolver los conflictos de tus padres o familiares. No importa si tenés 12, 25 o 40 años, el rol de pacificador no debería ser tuyo. Es natural que quieras ayudar o poner paños fríos, pero eso te coloca en un lugar que te desgasta emocionalmente. Termina siendo como querer apagar un incendio con un vaso de agua.
A veces, intentar calmar una pelea puede darte la ilusión de control. Sientes que si intervienes, las cosas no se van a desbordar. Pero con el tiempo te das cuenta de que no funciona. Lo único que lográs es absorber parte del enojo ajeno y sentirte peor.
Y eso no es justo para vos.
Otra trampa común es quedar paralizado. Te da miedo intervenir porque no querés empeorar la situación, pero quedarte callado también te hace sentir mal. Esa tensión interna se parece a estar atrapado entre dos fuegos: cualquier movimiento parece peligroso.
Muchas personas que viven en hogares donde hay conflictos frecuentes desarrollan hipervigilancia emocional: están atentos a los gestos, tonos de voz y silencios, tratando de anticipar si “va a explotar algo”. Esa habilidad, aunque parezca útil, tiene un costo enorme. Te convierte en una especie de radar emocional permanente, siempre encendido, que no sabe cuándo descansar.
Y, cuando vivís mucho tiempo así, esa forma de alerta se vuelve automática. Incluso cuando te vas a otro lugar —una relación, un trabajo, una amistad— podés seguir esperando que algo estalle. Te cuesta relajarte.
Eso también es una consecuencia del ambiente en el que creciste. No estás “dañado”, pero sí marcado por la costumbre de cuidar el equilibrio emocional de otros.
Muchos jóvenes terminan usando el aislamiento como refugio: auriculares puestos, puerta cerrada, atención en otra parte. Es una forma de protegerte, y a veces es lo único que funciona para mantenerte a salvo del ruido externo.
Pero el problema es que si esa estrategia se vuelve tu única manera de manejar el conflicto, puedes terminar desconectándote también de ti misma.
Porque esconderte evita el impacto directo del conflicto, pero no sana el miedo ni la tristeza que deja. Estar todo el tiempo “en modo huida” puede hacer que te sientas sola incluso rodeado de gente.
Por eso, aunque aislarte puede ser un alivio temporal, no debería ser tu única herramienta. Hay formas de cuidar tu paz sin desaparecer.
1. Acepta lo que sientes, sin minimizarlo.
Es normal que te duela, que te dé bronca, que te canse. No hace falta que tengas 15 años para que te afecte: los conflictos familiares impactan a cualquier edad. Negarlo solo te desconecta de lo que realmente necesitás.
2. Cuidá tus espacios de calma.
Puede ser tu habitación, un parque, la terraza o incluso una app de registro emocional. Tener un lugar donde descargar lo que sentís —escribirlo, dibujarlo, registrarlo— te ayuda a bajar la intensidad interna. Cuando todo afuera es ruido, escribir se vuelve una especie de refugio silencioso.
3. Evita entrar en el rol de mediador.
Si sientes que vas a intervenir, piensa antes si eso te deja en paz o te drena. A veces, poner límites suena egoísta, pero en realidad es un acto de autocuidado.
Frases como “prefiero no estar en medio de esta conversación” o “me hace mal escucharlos pelear” pueden ser pequeñas formas de marcar un límite sin confrontar.
4. Busca una red de apoyo.
Puede ser un amigo, un familiar más tranquilo, un terapeuta o alguien de confianza. Hablar no cambia lo que pasa en casa, pero sí cambia lo que pasa dentro tuyo. A veces, compartir lo que vives es el primer paso para dejar de sentirte sola en medio del caos.
5. Recordá que no sos el adulto de la situación.
Aunque tus padres estén actuando como adolescentes en guerra, vos no tenés que convertirte en el adulto responsable. Tu función no es “mantener la paz” ni “hacerlos razonar”. Tenés derecho a cuidar tu energía, incluso si eso significa alejarte emocionalmente del conflicto.
La culpa es una vieja conocida en estos casos. Te puede hacer creer que si no estás ahí para mediar, las cosas van a empeorar. Pero esa es una trampa emocional: tu distancia no causa los conflictos, solo te protege de ellos. Tomar distancia no significa que no te importe tu familia, significa que te importas tu también.
Piensalo así: si estás en un avión y las máscaras de oxígeno caen, primero te la pones tu, después ayudas a otros. Con las emociones pasa lo mismo. No podés cuidar a nadie si estás asfixiado emocionalmente.
A veces, incluso cuando la discusión termina, el cuerpo sigue en tensión. Estás en tu cuarto, con auriculares, pero tu mente sigue repitiendo lo que escuchó. Eso pasa porque las peleas dejan eco: el cerebro necesita tiempo para entender que ya no hay peligro.
Una buena práctica es descargar lo que sentís en el momento, sin filtros. Escribí lo que te dio miedo, bronca o tristeza. Podés hacerlo en papel, o usar una app de registro emocional que te permita ponerle nombre a tu estado de ánimo. Nombrar lo que te pasa es una manera de volver a sentirte en control.
También ayuda mover el cuerpo: caminar, estirarte, respirar profundo. Cuando el conflicto está afuera, moverte te ayuda a procesarlo adentro.
Si la situación es muy frecuente o agresiva (gritos, insultos, amenazas), es importante que busques ayuda externa. Hablar con un profesional, un docente, un orientador o una línea de asistencia puede darte herramientas para protegerte.
A veces pensamos que “así son las familias” o que “todos discuten”, pero cuando el malestar se vuelve constante, es señal de que necesitás apoyo.
Nadie debería vivir con miedo a lo que va a pasar en su propia casa.
Aunque la convivencia sea un caos, tu bienestar no tiene que hundirse con él.
Aprender a poner límites, registrar tus emociones y buscar apoyo no te convierte en egoísta, te convierte en alguien que eligió sanar lo que otros aún no pudieron.
Y eso, aunque no se vea desde afuera, es un acto enorme de valentía.