Voy en automático y ni me doy cuenta. Me despierto, hago cosas, me acuesto, repito. ¿Esto es vivir o solo sobrevivir?
Si te suena familiar, bienvenida al club. Te damos la bienvenida con una taza imaginaria de café (o mate, según gustos), y con una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cuándo fue la última vez que hiciste algo con presencia total? O sea, no en simultáneo con otras tres cosas ni pensando en la tarea que sigue.
La rutina mecánica nos atrapa fácilmente. Es cómoda, rápida, eficiente. Pero también tiene un lado oscuro: nos desconecta. Del cuerpo, de las emociones, del placer, del presente. Y cuando eso se sostiene en el tiempo, empezamos a apagarnos. Como si alguien hubiera bajado la perilla de brillo de nuestra vida.
Cuando hacemos todo en automático, dejamos de percibir los detalles. El sabor del desayuno, el olor del jabón, la luz que entra por la ventana. Todo se vuelve funcional: como un juego donde hay que cumplir misiones sin detenerse a mirar el paisaje.
No es casual que esto pase más seguido cuando estamos cansados, saturados o en modo “multitarea máxima”. Es un mecanismo de supervivencia del cerebro. Se llama automatismo y nos permite ahorrar energía. Pero si se vuelve permanente, nos pasa factura: ansiedad, desgano, insomnio, sensación de vacío, y esa frase que suena en la cabeza como un eco: «siento que no estoy en mí.«
Te propongo un mini test (sin nota, lo juro):
Si respondiste “sí” a tres o más, tu piloto automático está más activo que tu yo presente.
La clave está en lo micro. No hace falta tomarse un año sabático ni irse a un retiro en la montaña para volver a tu centro. (Aunque si podés, bien por vos!). Para el resto de los mortales, lo posible es empezar con micro-pausas conscientes.
1. Check-in de respiración
No es meditación de media hora. Es esto:
Párate, cierra los ojos un segundo, y pregúntate:
Te juro que esto, repetido dos veces al día, empieza a resetear el sistema.
2. Mini-retos sensoriales
Activar los sentidos es una forma poderosa de volver al presente. Probá con uno de estos:
Sí, suena simple. Lo es. Y por eso funciona.
3. Momentos de asombro
No hace falta ver auroras boreales. El asombro puede estar en una planta que creció entre las baldosas, en una canción que te eriza la piel o en un gesto amable de alguien. El truco está en buscarlo. Como si fueras cazador de belleza en lo cotidiano.
Al principio da vértigo. Las rutinas, aunque aburridas, dan seguridad. Pero si empiezas a mirar de cerca y preguntarte «¿esto que hago todos los días me suma o me resta?», puede que aparezcan ganas de hacer ajustes.
Y eso no quiere decir que vas a dejar todo y convertirte en artista de circo. A veces es cambiar el orden de las cosas, decir que no a una obligación que ya no tiene sentido, o recuperar un espacio para algo que te gusta.
Tomate 15 minutos y anota:
A veces, hacerle espacio a algo que te gusta (dibujar, bailar, leer, caminar, cocinar, escuchar música sin hacer otra cosa) es lo que empieza a desarmar el automático.
Primero: no te castigues por estar así. La exigencia es una gran aliada del piloto automático. Nos dice: “tenés que ser productiva, tenés que estar bien, tenés que cumplir”. Pero nadie se reconecta desde el deber.
Probá esto en cambio:
A veces el automático protege. Cuando dolió mucho, cuando hubo pérdidas, cuando hay miedos grandes. No se trata de salir corriendo a “sentir todo”, sino de ir abriendo rendijas. Pequeños espacios donde entre la luz. La conexión con uno mismo no es una meta, es un proceso. A veces se da en una caminata, otras en una carcajada, otras en una lágrima.
No hay una sola forma de estar presente. Pero sí hay algo común a todas: se empieza por decidir mirar.
Salir del automático no es dejar de hacer cosas, es empezar a habitarlas. Que tu vida no sea solo una lista de tareas, sino un lugar donde también te encuentres. Y si hoy no podés con todo, empezá con una cosa. Un minuto. Una respiración. Un aquí estoy. Porque incluso entre obligaciones, podés volver a vos.