Hay un momento muy particular —y bastante universal— en el camino del autocuidado emocional: cuando empezás a notar que tus reacciones a veces son… intensas. No “un poco exageradas”, no “ups, me pasé de sal”, sino directamente una mezcla entre volcán en erupción, enojo guardado desde 2014 y necesidad urgente de silencio absoluto por las próximas 48 horas.
Y lo más loco es que te pasa justo cuando estás haciendo un esfuerzo real por “trabajar en vos”. Estás leyendo libros, estás registrando emociones, estás meditando, estás diciendo “no” con más frecuencia que antes… pero igual explotas. O llorás sin aviso. O reaccionas feo y después decís: “¿Por qué hice esto si en teoría estoy re bien?”.
No sos vos. Bueno, sí sos vos… pero en el mejor de los sentidos. Y vamos a hablar de eso.
Cuando empezás a observarte, a entenderte y a tratar de cambiar viejos patrones, suele aparecer un miedo silencioso: ¿y si soy demasiado….?
¿Demasiado sensible, intensa, enojona, llorona, explosiva? ¿Demasiado todo?
Las redes sociales no ayudan. Ves gente que parece manejar su vida emocional con una serenidad de monje tibetano: frases motivacionales, fotos en la naturaleza, respiraciones conscientes, sonrisas mientras toman matcha. Y vos, con tu día real: gritando mentalmente porque se te cayó la tapa del yogur o llorando porque alguien te dijo “te veo cansada”.
Acá va la primera verdad incómoda pero liberadora: trabajar en vos no significa convertirte en un robot zen sin reacciones. Significa empezar a entender por qué reaccionas como reaccionas.
La emoción intensa no te convierte en “demasiado”. Te convierte en humana. Y encima, en una humana que está intentando cambiar.
Este es el punto donde muchas personas se frustran. Sabemos perfectamente cuál sería la reacción ideal:
Pero después aparece la vida real.
Y en la vida real:
Entonces estallas. Porque un proceso emocional no anula tu humanidad. No te vuelve inmune al estrés. Tampoco te coloca un aura mística que neutraliza discusiones. Al contrario: cuando empezás a trabajar en vos, muchas cosas internas se mueven. Y eso puede generar reacciones más intensas… no menos.
Pregunta típica, dolorosa, y bastante honesta.
A veces explotas por cosas pequeñas porque hay cosas grandes que no estás pudiendo procesar todavía. Las emociones que evitamos se acumulan. Y la acumulación tiene mala fama por un motivo: tarde o temprano necesita una salida.
Si acumulaste:
…cuando se cae una cuchara al piso, tu cerebro dice: “Momento perfecto para liberar seis meses de tensión.”
No es que explotes por cualquier cosa. Es que la “cosa” es solo la última gota, no la causa.
Ah, la culpa. Esa compañera fiel de todo proceso emocional.
La culpa aparece porque ahora te das cuenta. Antes reaccionabas mal, pero ni lo registrabas. Ahora lo ves, lo nombrás, lo reconoces. Y eso, aunque duele, es un avance enorme.
La culpa puede convertirse en brújula si la usás bien: te muestra que no querés seguir reaccionando así. Te acompaña al siguiente paso: hacer algo distinto la próxima vez.
Pero ojo: la culpa excesiva no ayuda a cambiar. Solo castiga.
La idea no es que te reproches cada emoción, sino que escuches lo que esa emoción viene a contarte.
Sí.
No siempre es lo más cómodo, ni lo más práctico, ni lo más socialmente aceptado… pero es normal.
Hay una creencia que dice que “la madurez emocional es sinónimo de estar siempre calmada”. Y no: la madurez emocional no es ausencia de emoción, sino capacidad de entenderla y regularla.
Llorar, levantar la voz o sentirse al límite no te quita madurez. Lo que sí importa es qué hacés después:
Eso sí es madurez. Y está muy lejos de la perfección que te imaginás.
Acá viene la parte práctica (y humana). Nada de fórmulas mágicas ni frases de taza de café. Vamos a lo real.
a) Registrá tus emociones sin juzgarte
Si estás usando una app de registro emocional, aprovéchala: pon lo que sentiste, qué lo disparó, qué pensaste y cómo reaccionaste.
No lo escribas para “hacerlo bien”. Escríbelo para entenderte.
b) Identificá tus detonadores
La mayoría de nuestras reacciones intensas tienen patrones:
No siempre puedes evitar el detonador, pero sí puedes anticiparlo. Y anticipar ya cambia todo.
c) Aprende a hacer micro-pausas
No hablo de irte a meditar al Himalaya. Hablo de 5 segundos.
Literal: cinco.
Antes de responder, antes de reaccionar, antes de explotar.
Esos cinco segundos le dan tiempo a tu cerebro emocional para no apretar “publicar” sin revisar el mensaje.
d) Hablá con vos como hablarías con tu mejor amiga
¿Te acordás cómo le hablarías a alguien que querés si está mal?
Bueno, intentá hacerlo con vos.
No te dirías “qué exagerada”, “siempre lo mismo”, “qué inmadura”.
Le dirías: “Estás cansada, estás sensible, te pasó algo. Respirá.”
Ese tono cambia todo.
e) Buscá una salida que no sea autoexigencia
Hay días en los que la emoción no quiere “gestión”, quiere expresión:
No es fuga emocional, es liberar presión.
Ojo con esto porque es sutil.
Cuando empezás a trabajar en vos, querés hacerlo bien.
Perfectamente.
Sin fallas.
Sin retrocesos.
Y ahí aparece un truco psicológico: te empezás a exigir “reaccionar perfecto siempre”.
Eso no solo es imposible: es injusto.
Porque estás aprendiendo.
Y todo aprendizaje real tiene recaídas, malas decisiones y días en los que tu cerebro simplemente dice: “Hoy no se puede”.
Madurar emocionalmente no es dejar de sentir, sino dejar de pelear con lo que sentís.
Hay tres señales simples que pueden ayudarte a hacer un auto-check:
1. Tu reacción es más grande que la situación.
No es “me molestó”, es “me destruyó el día”.
2. Te cuesta volver a la calma después de alterarte.
No minutos: horas.
3. Después de reaccionar te arrepentís más de lo que te quisiste desquitar.
La emoción pasa, pero la culpa se queda.
Si te pasa seguido, no significa que algo esté “mal” con vos, sino que hay algo que necesita atención, herramientas nuevas o incluso acompañamiento emocional.
Texto
Esto que te está pasando —enojarte, llorar, frustrarte, sentirte culpable, querer hacerlo distinto— no significa que estás fallando en tu crecimiento personal.
Significa que estás en pleno proceso.
El cambio no empieza cuando ya reaccionas distinto.
Empieza cuando te das cuenta de que tus reacciones vienen de un lugar que necesita cuidado.
Ese momento en el que decís: “Esto no me hace bien.”
“Esto me pasa seguido.”
“Quiero entenderme.”
“Quiero sentirme mejor.”
Ahí empieza todo.
Tus reacciones no definen tu valor ni tu identidad.
Definen tu estado emocional actual, que no es lo mismo.
Si hoy explotaste, lloraste o gritaste, eso no arruina tu proceso ni invalida tu trabajo interno. Solo te muestra por dónde seguir.
Cambiar es un camino lleno de avances pequeños, recaídas grandes, y momentos donde pensás: “¿Sirve de algo todo esto?”.
Y sí. Sirve. Muchísimo.
Porque cada vez que te preguntás cómo manejar mejor tus emociones, ya estás un paso adelante de tu yo del pasado. Y eso cuenta.
Estás trabajando en vos.
Y aunque no lo veas todos los días, se nota.
En tu forma de pensar, de reflexionar, de intentar nuevamente.
Ya estás cambiando. Aunque a veces no salga como esperas.
Lo estás haciendo bien. En serio.